Calladamente cerró sus ojitos y, simulando un profundo sueño, se quedó Edelmira esperando que su madre le regalara aquel tierno beso en la mejilla, tomara el libro de cuentos y apagara la luz en forma de despedida, dejando entreabierta la puerta luego de contarle una vez mas una de sus historias de princesas y hadas; historias tristes y finales felices.
Pero Edelmira, una vez sintiéndose sola, abre sus pupilas y vaga buscando en sus recuerdos, de noches y noches de cuentos y da cuenta que ninguna de aquellas dulces y hermosas princesitas eran como ella. Blanca Nieves; de piel blanca como la nieve y su cabello negro azulado, mientras La Bella Durmiente resaltaba con su piel también blanca y su pelo de un rubio resplandeciente; ninguna se parecía a Edelmira.
Puso sus piecitos delicadamente sobre la bajada de cama y caminó despacio, procurando no hacer mayor ruido, hacia el espejo largo y ovalado que sus padres le habían obsequiado para que se peinara y vistiera como aquellas princesas.
Encendió la lámpara del tocador y se detuvo. Se encontraba frente a frente con ella misma; contemplándose. Su pelo, su carita. Pasó sus manitos por el rostro, descubriendo sus pecas o manchitas de sol, como solían decirle papá y mamá.
Nunca seré una princesita como en los cuentos de mamá –pensó en voz alta mientras, sin complejos se miraba. ¿No se dará cuenta que no existen princesitas con pecas o colorinas como yo, que encima me la paso colorada? Ya no quiero jugar a ser princesa ni quiero tener un hada –lanzó en un último suspiro. Apagó la luz y se durmió plácida y tranquilamente abrazada a la almohada, como si recién se hubiese acostado tras jugar y jugar todo el día con sus amigas en la plaza, con su pelo revuelto, sus mejillas coloradas; una sonrisa feliz sin cuentos de hadas; agotada, como si ya fuese de madrugada.
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